La mujer miró y no lo creyó, súbitamente todo estaba oscuro a su alrededor, la imagen del hombre era el único elemento en donde aún se enfocaba un poco de luz, luz que al igual que la ahora difusa y confusa figura del hombre, poco a poco se desvaneció, aquel, que antes había formado una figura humana se derretía y reducía a una pila de putrefacta carne.
Sin necesidad más de mirar a su alrededor, pronto ella lo entendió, que nunca hubo hombre, y que siempre estuvo ella sola, que solo ella se había dirigido a su propia extinción. Estaba ahí, y lo estaría para siempre, en ese oscuro e infinito abismo que antes había percibido como una simple habitación. Ella misma se había encerrado en aquel abismo del que por tanto tiempo huyó, y del que ahora caía infinitamente.
Porque ella misma era el abismo, y aquel “hombre” no era más que la representación idealizada de su inminente deseo de auto-destrucción.
No tenía más que aferrarse a los putrefactos trozos de carne que habían alguna vez formado a aquel “hombre”… aquel hombre que era ella misma, que eran sus pecados, su miseria y podredumbre. Lastimeramente se consumía a sí misma para ganarse un par de días más.
Estaba ahí, y continuaría ahí hasta que el último bocado fuera devorado. Ella lo había comenzado, y ella misma era responsable de terminarlo, consumiendo sus pecados y tragando la agonía de su infinita destrucción.